I.
Yo creo que el ser humano es esencialmente obsesivo y aferrado. A lo mejor lo creo porque yo soy así. Sin embargo es interesante cómo las filosofías orientales ven en el desprendimiento de las cosas terrenales la elevación del espíritu. Hace algún tiempo, me impresioné por un artículo que salió en alguna revista dominical sobre los mandalas de arena tibetanos, alrededor de los cuales los monjes hacen todo un ritual, en el cual dibujan una figura y la rellenan cuidadosamente y entre varios con arenas de colores, para finalmente destruir la obra, y simbolizar con ello el principio de impermanencia reinante en el universo.
Lo que más me impresiona de esto es la concepción artística alrededor del ritual, en el cual se lleva a cabo una hermosa obra, y finalmente se destruye. Un concepto del arte diametralmente opuesto al de occidente, donde la relación del artista con su obra puede llegar a ser totalmente fetichista, fetichismo encarnado al máximo en el extremo del mito de Pigmalión, enamorado de su estatua, y que por gracia de los dioses, acaba cobrando vida.
Pero el arte del día a día nada tiene que ver con esto. Decía Nachmanovitch en su libro "un artista se mide no por la cantidad de material que publica, sino por la cantidad de material que descarta". Y sin embargo, aunque mucho descartemos, pareciera que el arte solo vive en el momento que la creamos, que la elaboramos, mejor dicho. Pero una cosa es crear una obra, y otra contemplarla al día siguiente. Podemos enamorarnos de ella, obsesionarnos con ella, pero también podemos sentir una aversión tan grande hacia ella, que acabemos destruyéndola.
Los monjes tibetanos en sus mandalas hallan un punto neutral. Es quizás en la brevedad que hayan dicha neutralidad. Crean la obra, y seguidamente la destruyen. Ya no habrá oportunidad de volver a contemplarla, ni de desarrollar sentimientos extremos hacia ella. Ya vivió, ya existió, ya murió. Mientras tanto los occidentales hacen récords de las canciones más repetidas en la radio, tienen museos de obras milenarias, y hacen constantes mantenimientos de las viejas obras arquitectónicas. Obviamente los mojes tibetanos no destruyen sus templos, pero saben que al final, en algún punto del tiempo, todo es perecedero, y no conservan la mínima esperanza de que algo no lo sea, y tratan de recordárselo a sí mismos cada día.
II.
Yo con mi arte soy muy occidental. Soy predominantemente fetichista. Y con mis pensamientos y gustos soy predominantemente obsesiva. Sólo que mis obsesiones van cambiando todo el tiempo, se van moviendo, y a veces las obsesiones del pasado no sólo las considero olvidadas, sino que también desarrollo cierta aversión hacia ellas.
Me considero artista desde que nací. Nadie tiene que certificarme para ello. Considero que todos lo somos, cada vez que hemos garabateado: notas, palabras, rayas, lo que sea. Tengo buenas dotes para el dibujo, y en mi adolescencia solía dibujar mucho. Ya no lo hago. Llegué a tener una caja de ciento y tanto de creyones, y resmas de dibujos hechos por mi. Los temas solían ser obsesivos. Alrededor de los diez y once años gustaba mucho de un comic japonés archi-conocido, llamado Sailor Moon. Y de Sailor Moon hice dibujos como nunca los he hecho de nada más. Imaginaba un motivo general y lo repetía con las cinco "sailors". Así en una sentada hacía fácilmente cinco dibujos. A veces hacía dibujos colectivos y les dedicaba más. Normalmente rellenaba toda la hoja de color, y si era hecha con creyones, lo que me gustaba era afincarlos. Al final me podían doler los dedos. Cada tanto iba a la librería a sustituir los creyones ya gastados de mi caja. Perfeccioné mi técnica dibujando a las muñequitas de ojos grandes y faldas cortas de colores.
En dos años debí haber acumulado una resma o más de dibujos de Sailor Moon. Si viajaba, los llevaba conmigo, y hacía algunos nuevos. A veces los llevaba al colegio y alardeaba de ellos. Fetichismo occidental.
Un día, sin tener alguna razón muy específica, vi el montón de dibujos, y los detesté. Sentía que me estorbaban, que eran demasiados, y los primeros me parecían de poca calidad, horribles. Así que después de haber carreteado tanto tiempo con los dibujos de Sailor Moon, de pronto los tiré a la bolsa negra, para no volver a verlos jamás. A veces me acuerdo de ellos.
Es el acto de desprendimiento más grande que recuerde haber hecho.
III.
Más o menos a los 16 años dejé de dibujar paulatinamente y empecé a escribir letras y música. Al empezar la universidad ya nunca hice un dibujo con la dedicación de antes.
Descubrir la música poco a poco, me hizo madurar en muchos sentidos. Y uno de los aspectos más importantes de la música es la impermanencia. Hacer música es parecido a hacer un mandala tibetano. Se empieza la obra, se va haciendo, y a medida que se va sucediendo, la conducimos a su muerte. Cada vez que tocamos, destruimos una obra.
La música en sí misma es demasiado perecedera. Y los occidentales son los únicos que han pretendido inmortalizarla. Y han tenido la ilusión de lograrlo. En primer lugar, inventaron la notación musical, mediante la cual la música "se puede escribir". Se escribe un código, una maqueta, pero sin alguien que ejecute el proyecto, la música no existirá. Cada interpretación es una obra, y siempre muere. La música clama la necesidad de muerte. Todo el que ha estudiado armonía o formas y análisis, lo sabe. Todo el que ha compuesto una obra, lo sabe. Y todo el que ha ejecutado un solo improvisado, lo sabe. La música exige morir, y nosotros tenemos que llevarla a la muerte.
Luego aparecieron las grabaciones de audio. Y así finalmente hemos logrado ser fetichistas con la música. Lo irónico es que yo muero por grabar la mía. Eso me da la ilusión de más trascendencia.
Lo cierto es que la trascendencia es algo que puede ocurrir todos los días, en los actos mínimos. La trascendencia no está en la inmortalidad. La trascendencia es una consecuencia de la existencia, y la existencia es impermanente.
Sin embargo, al parecer la única forma de que la cultura en sí misma exista es a través de la memoria y de la superposición de conocimientos.
Sin embargo, al parecer la única forma de que la cultura en sí misma exista es a través de la memoria y de la superposición de conocimientos.
Mandala en ejecución. Pienso que si ha sido fotografiado, ha sido despojado de su esencia. |
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