domingo, 30 de noviembre de 2014

Armonía en el caos



Hace un par de días, saliendo del gimnasio y disfrutando de un mocaccino caminando por plena avenida en hora pico, con muchas estruendosas cornetas sonando por aquí y por allá, me encontré a mi misma haciendo una especie de dictado de intervalos con las mismas. Recordé este viejo escrito que comparto hoy.

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Vaya habilidad que poseemos los seres humanos de encontrar armonía en un caos. Sí, y es que eso parece darnos nuestra capacidad de contemplar y abstraer... nada parece estar sumiso a reglas “preestablecidas”, y acabamos concluyendo que el caos en sus procesos interactivos y creadores, fatales y aniquiladores, o sean de transformación de absolutamente todo, acaba por construir una armonía, un equilibrio, una neutralidad en oposición a la confrontación anárquica. La verdad es que aún no estoy segura en cuál de las tres instancias está nuestra preciada “belleza”, o cuál de las tres admiramos más: el caos, la armonía, o la transición implícita en dicha transformación.

Y vaya caos en el que pareciésemos vivir donde las concentraciones de nosotros mismos ya se nos hacen insoportables, donde nuestras creaciones han aturdido a nuestros sentidos y parecen confrontarse desatando al caos, aunque todo, cada cosa, tiene su fin, su intención pragmática, el valor de una idea, es decir, de pronto parecería armónico... o será que los conceptos de “armonía” o “caos” están determinados de acuerdo a lo que nuestros sentidos son capaces de tolerar... en fin, aquella civilización caótica, exacerbadamente desordenada, es la ciudad... y Maracaibo es una.

Me dirigía de mi casa, en el originario este, hasta la universidad, en el moderno oeste... El “por puesto” iba por toda Dr. Portillo. Era “hora pico”, aquella es una de las calles más transitadas de la ciudad y el tránsito estaba intolerable. Pues entonces, como los maracuchos solemos ser atora’os y escandalosos, en esas horas parece que nadie respeta los semáforos ni las señales, y los que se quedan sin la posibilidad de finalmente pasar, se dedican a lucir sus estridentes cornetas.

Pero en aquella cola escuché algo curioso... había un camión que tenía una corneta que sonaba en dos notas a la vez, dos alturas, dos longitudes diferentes de onda... y mi oído entrenado descifró el inquietante intervalo, en nuestro sistema occidental, una tercera menor... pero más adelante sonó otra corneta, de mayor altura que la nota más alta del acorde que mencioné, más específicamente, una segunda mayor por encima de ésta... ¡qué lindo! ¡qué armónico! Según esa distribución, sonaba un acorde de séptima, sin tercera y con el bajo en la quinta; o un acorde menor con onceava, pero sin quinta... ahora que lo pienso, correspondía a los intervalos de lo que Sagredo Araya, musicólogo venezolano, denominó “el núcleo melódico”: una cuarta justa dividida exactamente en su mitad aritmética, correspondiendo la división a una tercera menor y una segunda mayor, digamos Do – Mi bemol – Sol, o Mi – Sol – La, o Fa – Si bemol – Do, o Re – Fa – Sol; y que, según él, aquella agradable sucesión sería el origen de todos nuestros modos y escalas...

¡Guao! He hallado armonía en el caos. Saco mi diapasón, afinado al La 440, y me doy cuenta que aquellas cornetas sonaban aproximadamente en Mi bemol, Sol bemol y La bemol, pero su sonar simultáneo me resultaba tan placentero que me había olvidado incluso del sofocante calor. Pensé que así se debió haber sentido Pitágoras al descubrir las relaciones matemáticas de los intervalos sonoros en los martillos de los trabajadores... y hoy descubrimos que nuestros oídos es tan perfecto que es sensible a armónicos y a dichas relaciones matemáticas, y que sólo aquellas relaciones nos parecen armónicas... octava 2:1, quinta 3:2, cuarta 4:3... ¡Nuestro oído es capaz de percibir proporciones! Y hasta de distinguir las más exactas, que son las más estables y armónicas.

Y es que el ser humano hace arte con todo cuanto percibe. El día que percibamos algo nuevo, nacerá un arte nuevo... el percibir es finalmente la fusión con el entorno y es por ello que la sensación es tan placentera, porque eso buscamos, ser parte armónica, o a lo mejor caótica, del todo.

Se me ocurre una idea absurda... ¿qué tal si fabricamos cornetas afinadas y jugamos con ellas?

Texto escrito originalmente el 10 de junio de 2006

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