domingo, 21 de diciembre de 2014

Las dos caras del artista


wolfgangfoto / iW / CC BY-ND


La música es un arte de escena. La escena para mi es como otra dimensión, de espacio, de tiempo y de la psiquis: todo se percibe de un modo distinto.

En cuanto al tiempo, en la música los cambios de percepción de él son literales: todos hemos corrido o nos hemos quedado sin darnos cuenta. Entrar en una consciencia suficiente del propio tiempo es todo un reto técnico musical.

La percepción del propio cuerpo es otra cosa. Hay quienes sienten frío, hay quienes sudan, hay quienes sienten que les falta el aire y quienes perciben su respiración exageradamente; hay quienes sienten una percepción mayor y hay quienes se adormecen.

No solo es el nervio, el reto de enfrentarse a un público, el miedo escénico. Es también el papel que uno está jugando, de pronto una responsabilidad infinita y a la vez una libertad infinita: si meto la pata, todos lo notarán y habré echado a perder todo el acto y tal vez mi reputación, soy un payaso que debe satisfacer la trama planteada y tras una careta complacer a gente que ni siquiera conozco; pero a la vez soy un ser que se ha parado aquí enfrente de todos a hacer lo que le ha dado la puta gana de hacer por simple placer y satisfacción personal, soy lo que quiero y expreso lo que quiero a través de mi interpretación.

Esta sensación ambigua, la he experimentado sobre todo cuando estoy en uno de mis escenarios habituales: la iglesia. Sea tocando en una ceremonia a cambio de un pago, o acompañando a algún coro o cantante en la temporada sacra (también por lo general a cambio de dinero o de mi salario habitual), la iglesia es uno de mis teatros más utilizados.

Y en eso la he convertido interiormente: en un teatro, donde yo soy las dos caras del artista, del actor.
Por un lado soy como el payaso que se ha puesto la careta para servir a rituales con los que no me identifico en absoluto. Mientras ellos rezan el Señor ten piedad o el Credo, yo me quedo sentada y luego les secundo las ideas con la música que toco. Soy en ese momento una sirvienta de una institución que aborrezco y soy protagonista del ritual.

Por otro lado, soy como una infiltrada rebelde. Por dentro soy la atea que escucha y desmecha los sermones sacerdotales, mira toda la malicia del adoctrinamiento infantil, ve mil cabezas en medio de un trance religioso; no responde en toda la misa frente a sus caras, y luego vengo a mi blog a seguirme cagando en Dios.

A lo mejor, no estoy jugando ninguno de los dos papeles extremos. Pero dentro de mi, los he jugado ambos todo el tiempo.

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